MARIA MONTEGUER. ESCRITORA

Blog literario de Maria Monteguer
AUTORA DE:

LAS DOS TERESAS
EL GIRO DEL CALEIDOSCOPIO
LAS CARTAS DE JOPACLONDO

sábado, 14 de noviembre de 2020

LA SONRISA DE ORO

 



                      LA SONRISA DE ORO               


Teresa no podía dejar de darle vueltas a una noticia que acababa de leer en el panel de anuncios de su colegio; un nuevo concurso de relatos le ofrecía la posibilidad de presentarse con esa bella afición en la que destacaba desde que era bien pequeña: la escritura. Su ilusión era tan contagiosa que estaba deseando llegar a casa para poder contárselo a su madre, Rocío. Esta vez era muy diferente: una editorial se comprometía a publicar una antología con el relato ganador y otros diez más que elegirían entre los mejores.

Aquella mañana por fin se la veía sonreír un poco. Teresa estaba en plena edad de la adolescencia y a pesar de que era muy risueña y todo le fascinaba, la repentina muerte de su padre hacía apenas unos meses le había sumido en una profunda tristeza que no podía superar. Le costaba concentrarse y ni siquiera escribir le ayudaba a evadirse de esos momentos de desesperación que de la noche a la mañana le habían convertido en una persona mucho más madura con tan horrible pérdida. Era como si ya nada le importase y esa amarga melancolía hubiera hecho de sus pensamientos y de su corazón un abismo insondable.

La muchacha había ganado ya algún que otro concurso de cuentos en el colegio, por eso la idea de participar enseguida la atrapó y lo primero que hizo nada más ver a su madre fue compartir con ella la emoción que sentía:

─Mamá, no te lo vas a creer, pero una editorial va a publicar uno de mis relatos.

La madre, sorprendida ante la grata noticia, inquirió:

─¿Un relato?, pero ¿cuál, hija? Si hace mucho que no te veo escribir. Me da mucha pena verte tan deprimida desde que tu padre nos dejó, será una buena oportunidad para que puedas afrontarlo mejor.

─Sí, mamá, tienes razón, pero, ya sabes la complicidad que tenía con él y cómo le gustaban todas mis historias de fantasía. Voy a presentarme al concurso solo por no defraudarle y te prometo que lo voy a ganar.

─Ah, era eso, un nuevo concurso. Te había entendido que ya lo iban a publicar. Seguro que papá ahora nos estará viendo y te mandará toda su fuerza desde allá arriba para ayudarte a conseguirlo.

Teresa sonrió y mientras ponía la mesa para comer, le aclaró con picardía su madre:

─He exagerado un poquito, sí. Aún tengo que escribirlo. Pero ese primer premio será para mí, ya lo verás.

Los días siguientes fueron pasando uno tras otro igual que las hojas del calendario rendidas ante un otoño que estaba a punto ya de entrar. Rocío, a pesar del optimismo que había despertado en su hija aquel concurso, empezó a preocuparse seriamente al ver que seguía en ese mismo estado de apatía sin ganas de hacer nada. Todavía no la había visto escribir ni una sola palabra. Ese domingo por la mañana, aprovechó la ocasión para intentar consolarla:

─Cariño, ¿puedo pasar? ─preguntó al tiempo que golpeaba la puerta de su cuarto con los nudillos.

─Sí, claro, mamá. Solo estoy descansando un poco.

Rocío entró en la habitación. Teresa estaba recostada sobre la cama con el portátil encendido. Miraba concentrada la pantalla.

─¿Qué estás haciendo, reina? ¿Ya has comenzado a escribir el relato aquel que me comentaste? ─se interesó.

La niña miró a su madre y ante la inquietud que desprendían sus ojos, sin poder contener el agobio que sentía rompió a llorar.

Con la voz entrecortada, le susurró desconsolada:

─Ay, mamá. No sé qué me pasa. Llevo días dándole vueltas y no se me ocurre nada. Por más que lo intento, es como si mi cabeza se hubiese quedado vacía. ¿Cómo voy a escribir algo que tenga sentido si no soy capaz ni de pensar?

Rocío se acercó al borde de la cama y se sentó junto a ella. Tenía que ayudarla. Y se le ocurrió una idea: contarle la leyenda de la abuela Carmen que su madre le narraba de niña cuando llegaban las navidades. Teresa podría convertirla en una entrañable obra con un poco de imaginación. Eso, desde luego, era una de sus mejores armas.

Y tras una larga charla de increíbles revelaciones entre las dos y algunas semanas muy productivas, la chiquilla pudo terminar su relato satisfecha, pero, sobre todo, orgullosa de esa amable voz interior que le hacía presentir el triunfo de una conmovedora historia a la que tituló: La sonrisa de oro.

Comenzaba así:

Las nubes amenazaban lluvia cubriendo el cielo de un manto grisáceo que invitaba a una noche temprana. Rodrigo miraba a través de la ventana muy indeciso. Dudaba de si sería prudente salir de casa esa tarde por miedo a que les pillase la tormenta. Con tan solo trece años, ya era un hombrecito que cuidaba de la única familia que tenía, su abuela Carmen. La mujer lo había acogido hacía ya siete años tras el accidente en el que habían perecido sus padres a pesar de ser ciega y con muy pocos recursos. Gracias a ella, él había crecido en el calor de un hogar sintiéndose muy querido y apreciado.

Cada día, los dos acudían a la plaza mayor del pueblo para ganarse unas monedas con las que llevarse un trozo de pan a la boca y algunas viandas con las que iban subsistiendo. La vida de Carmen no había sido fácil. Marcada por una infancia de constantes peregrinajes entre las consultas de los más prestigiosos médicos del país debido a una extraña enfermedad congénita en la que estuvo al borde de la muerte. Aunque logró salir adelante, terribles secuelas condicionaron su destino. Perdió la visión y su boca se infectó con ulcerosas llagas que ocasionaron la caída de todos sus dientes, algo de lo que jamás se recuperaría. Sus padres gastaron los últimos ahorros en proporcionarle una nueva dentición con el único material que sus sensibles encías no rechazaban: el oro. Pero su ceguera y, aquella extraña sonrisa dorada que causaba tanta expectación al verla, la convirtieron en un ser débil y sobreprotegido que apenas se relacionaba con nadie.

Conforme se fue haciendo mayor, Carmen aprendió a valerse por sí misma y superó la inseguridad de sus carencias. Esa extraordinaria dentadura la dotó de un don prodigioso que perfeccionó con el tiempo. Sabía modular el aire de sus cuerdas vocales para que oscilase de una manera asombrosa al tomar contacto con la pureza del metal. Su apacible voz se trasformaba en un eco sobrenatural que cautivaba a la gente que se quedaba prendida al oírla cantar.

Y así se fue ganando el sustento, entonando dulces melodías que todo el mundo quería escuchar porque decían que transmitía una paz inmensa.

Cerca de las seis de la tarde empezó a lloviznar. Carmen, que sí tenía un oído muy agudizado, en cuanto oyó las primeras gotas chapotear en las ventanas, le dijo a Rodrigo:

─Creo que esta tarde no vamos a poder salir. Está lloviendo ¿verdad?

─Se está oscureciendo por momentos ─respondió él muy apenado.

─No te preocupes Ya sé lo que haremos para que no te aburras. Aprovecharemos para poner el árbol de Navidad ─solventó ella.

Aún faltaba cerca de un mes para que llegase la Nochebuena, pero a Rodrigo le pareció una idea maravillosa volver a decorar la casa con las mágicas luces navideñas. Y después de prepararle a la anciana un tazón de leche bien caliente como merienda, bajó al sótano a buscar el árbol y todos los complementos.

Mano a mano, los dos juntos comenzaron a colocar los adornos en un abeto artificial. Aunque era muy antiguo, parecía de verdad por lo frondosas y bien imitadas que estaban las ramas. Al tiempo que el chico colgabas las bolas de colores y las ajustaba con precisión, la vieja le ayudaba dándoselas una por una adivinando de qué tonalidad eran.

─Toma, cariño. Esta seguro que es roja. Y esta otra es..., ¡morada! ─exclamó ella.

Rodrigo contemplaba a la anciana con admiración, cómo era posible que siendo ciega nunca se equivocase.

─¿Cómo lo haces, abuela? ─le demandó─. No fallas ni una.

─Es muy sencillo, cielo. Solo tienes que creer en ti. Si te concentras descubrirás que también se puede ver a través del pensamiento. Vamos, haz la prueba, cierra los ojos y coge una bola. Piensa en ella y visualiza el primer color que te venga a la mente.

Al muchacho le gustó el juego tan original. Cerró los párpados y los apretó con fuerza para no mirar. Prendió una bola de la caja y pensó en el color amarillo. Pero, cuando los abrió, la bola que tenía en sus manos era de color verde. Luego sacó otra e imaginó que era azul, pero volvió a equivocarse: era colorada. Y viendo que no acertaba ni una, se echó a reír a carcajadas.

─No entiendo cómo aciertas todas y yo ninguna ─espetó perplejo mientras colocaba en lo más alto del árbol una figurilla de un ángel.

─Tienes que dejarte llevar por tu instinto. Con paciencia llegarás a conseguirlo ─zanjó la abuela resuelta.

La lluvia golpeaba cada vez con más ímpetu sobre el tejado de la casa. Su sonido era alegre. Parecía un cosquilleo de cascabeles repiqueteando entre las tejas. Rodrigo, que ya había acabado de adornar la salita con coloridas guirnaldas de papel por todo el techo, se sentó a descansar unos instantes junto a la ventana y se entretuvo siguiendo con su dedo índice apoyado sobre el cristal, el rastro que iban dejando las minúsculas gotas de agua hasta que se juntaban al rozar el borde. Sin darse cuenta se le pasó el tiempo y llegó la hora de la cena. 

Y fue esa misma noche, antes de acostarse, cuando Carmen decidió contarle a su nieto un secreto que jamás había confesado a nadie.

─Rodrigo, ven, siéntate a mi lado ─le llamó desde su sillón─. Tengo que decirte algo muy importante. Yo, ya soy muy mayor y sospecho que no me queda mucho de vida. Necesito que me ayudes a ganarme un sitio en el cielo, y qué mejor que en estas fechas que se avecinan.

─No me gusta que hables así ─le interrumpió él malhumorado─. Es como si quisieras morirte ya. No puedes dejarme solo, no lo soportaría.

La viejecita sonrió. Le acarició la cabeza al niño enredando entre los dedos, rebeldes mechones de su pelo.

Y lo besó en la frente:

─Soy tan afortunada de tenerte. Desde que llegaste has colmado el vacío de mi soledad con la grandeza de tu compañía. Aunque no lo creas, puedo verte con toda claridad en mi interior. Hasta sabría enumerar una por una cada peca de tu rostro. Tus ojos grises son tan profundos como la inmensidad del mar. Podría incluso mirar a través de ellos.

─Pero abuela, no te comprendo. ¿Qué es lo que intentas decirme?  ¿Puedes ver a través de mis ojos? ─se sorprendió él.

─No, no es eso. Lo que quiero demostrarte es la fuerza que posee la imaginación que rige nuestros pensamientos. Y ahora vas a poder comprobarlo por ti mismo ─ rectificó complaciente.

Carmen se levantó con lentitud y se dirigió hasta una silla cercana tanteando el suelo con su bastón para no tropezar. La colocó enfrente del árbol de Navidad y se sentó:

─Acércate y dime si el adorno que tengo justo enfrente de mis ojos es de color rojo.

─Sí, es una bola roja. ¿Pero por qué me lo preguntas sí ya lo sabes?

─Porque quiero que me creas. Entre los dos podemos llevar el espíritu de la Natividad a las familias que aún son más humildes que nosotros ─le confirmó ella.

La anciana cogió la bola roja y mientras la tocaba con delicadeza, le pidió:

─Quiero que mires fijo esta bola hasta que sientas una fuerte presión en los ojos y que ya no puedes aguantar más sin parpadear. Solo así descubrirás la verdad que se encierra a través de su reflejo.

Aunque no entendía nada el niño la obedeció. Escudriñó la bola sin pestañear ni un segundo. Entonces, a los pocos instantes, sucedió. La estampa de un chiquillo enfermo recostado en una cama apareció proyectada en su superficie brillante igual que si fuese una película.

Ella, advirtió su incertidumbre:

─Ese infeliz está muy grave y su madre no tiene dinero para comprarle medicinas.

Y tras respetar un corto silencio, la vieja se metió los dedos en la boca. Con mucho cuidado se desenroscó de las encías inferiores dos de sus dientes. Palpó la mano de su nieto y se los depositó en ellas apretándolas con firmeza:

─Toma, guárdalos bien y mañana nada más levantarte irás a ver a esa familia. Le darás estas dos piezas de oro para que puedan curar a su pequeño. Su casa es la que está bajando la cuesta, al lado de la panadería.

Rodrigo escrutó confuso aquellos fabulosos dientes y sintió cómo le palpitaban entre los dedos. Parecía que latían al mismo ritmo que su corazón:

─Pero abuela, necesitas de todos tus dientes para poder cantar, ¿podrás seguir y hacerlo sin que le afecte a tu voz?

─No te apures por eso. Ya nos las arreglaremos.

Al día siguiente, lo primero que hizo Rodrigo fue cumplir el deseo de la anciana. Acudió presuroso a la casa del niño enfermo. Cuando la madre abrió la puerta y él le entregó los dos dientes de oro, ella los contempló hipnotizada ante el resplandor que desprendían. Y muy sobrecogida, con los ojos mojados por las lágrimas, le agradeció:

─ Con esto podré sanar a mi hijo. Que Dios te bendiga.

Ya entrada la tarde, Carmen volvió de nuevo a cantar a la plaza. A pesar de sentir que su voz se debilitaba sin dos de sus dientes, al final logró terminar su actuación con éxito y recaudar algo de dinero. Sin embargo, estaba dispuesta a seguir adelante, porque, en lo más profundo de su alma sabía que estaba haciendo lo correcto.

Al llegar a casa, se sentó enfrente del árbol. Llamó otra vez al muchacho.

Cogió una de las bolas de la rama que tenía más próxima y ladeó su cabeza buscando la cercanía de su aliento:

─Anda, dime si esta bolita que tengo en mi mano es verde.

─Sí, claro ─le respondió él con cierta desidia─. Ya sabes que es de ese color… Sé de sobra que conoces la respuesta.

─No te enfades, cielo. Quiero que la revises bien igual que hiciste ayer y me digas si ves algo nuevo en ella ─insistió.

Para no contrariarla, Rodrigo se concentró en la cara externa de la esfera. Atónito, vislumbró cómo empezaba a irradiarse la estampa de unos chiquillos famélicos que dormían apretujados en una habitación sucia y destartalada.

Y al tiempo que le describía a la viejecita la imagen con todo detalle, ella movida por su bondad, se quitó otros dos dientes de oro.

Como todavía no había anochecido, aseveró convencida:

─Corre, ve a esa casa y llévaselos. Esas criaturas son tan desafortunadas que viven en la más absoluta miseria. Así sus padres podrán comprarles comida, ropa, y una cama para que ya nunca más tengan que dormir en el suelo.

  Al chico, la situación tan dramática de aquellos desnutridos niños lo impactó tanto, que salió presuroso para cumplir el recado de la anciana sin poder olvidar que ella ya se había desprendido de cuatro de sus preciados dientes.

A mitad de la semana, Carmen cayó muy enferma. Quizá la ausencia de esas piezas dentales comenzaba a hacerla más vulnerable. Debido al intenso frío invernal que sufría cantando cada tarde en la plaza, su voz empeoró. No tuvo más remedio que resguardarse en casa siguiendo los consejos del médico que acudió a visitarla.

Por la mañana, muy temprano, el muchacho vio que la mujer se había levantado de la cama. Estaba de nuevo sentada muy quieta junto al árbol. Se acercó para abrigarla con una manta. Le dijo con ternura:

─No seas cabezona, abuela, tienes que acostarte o te pondrás peor. El médico te ordenó que debías guardar reposo.

Pero Carmen no lo escuchaba. Deseaba seguir llenando de esperanza el corazón de los más desamparados. Tanteó con las manos las hojas del abeto y cogió dos bolas de diferente color al azar.

Rodrigo se lo recriminó molesto al advertir sus intenciones:

─¡¿De nuevo estás con eso?! No voy a dejar que pierdas ya más dientes. Estás muy débil y tu voz cada vez vibra menos.

Sin hacerle caso, ella le entregó una de las bolas para confirmar lo que presentía:

─Tesoro, observa esta, por favor. Son los huérfanos del Orfanato. Son tan pobres que esta Nochebuena no podrán tener juguetes. Y el padre de esta familia, sin trabajo, ya no tiene dinero para pagar el alquiler. Tenemos que evitar que se queden sin un techo dónde cobijarse.

Rodrigo alucinó al percibir en la cara pulida de las bolas las escenas que su abuela relataba con tanta veracidad. Y comprendió que tenía un poder sobrenatural tan magnánimo como su generosidad. Se imaginó en ese triste asilo al que él hubiese ido a parar si ella no lo hubiese adoptado cuando sus padres fallecieron. Guardó silencio y extendió su mano aguardando a que le depositase los dientes que ya había empezado a quitarse:

─Ten ─le entregó los ocho dientes que le restaban─. Repártelos entre el hospicio y esos desdichados que lo han perdido todo. Con lo que les paguen por ellos tendrán más que suficiente para que puedan subsistir. Una es la casa de Tomás, el zapatero, no puedes equivocarte.

El chico salió intranquilo a la calle. La vieja se había despojado ya de toda su dentadura. Aunque admiraba lo que había hecho, ¿ cómo se iban a ganar la vida a partir de ahora? Ella ya no podría cantar y él todavía era muy joven para encontrar un trabajo.

Cuando una hora después llegó a casa tras haber cumplido su deseo, la anciana le abrazó entre gestos de emoción sintiendo la gratitud que acaba de experimentar en la piel de otros. Eso era lo más encomiable. La felicidad de los demás revertía en su conciencia de una manera arrolladora. No obstante, Rodrigo no estaba preparado para alcanzar algo tan excepcional. Se echó a llorar abatido. Era demasiado inocente para entender que la energía del universo vibraba en el mismo plano emocional que la sublime voz de su abuela. Igual que un imán que cuánto más daba, más atraía, en aquellos dientes de oro. Piezas mágicas capaces de colmar de bendiciones la vida de los más necesitados.

Aquella noche, Rodrigo no pudo probar bocado en toda la cena. Se sentía agotado y desvalido. ¿Qué harían ahora? ¿Cómo persistirían en aquellas condiciones? Miraba a su abuela de soslayo sabiendo que ella no se daba cuenta. La expresión de su rostro sin sus dientes, le partía el corazón. Parecía mucho más débil y demacrada. Ahora sí que ya no podría cantar, ni tampoco masticar y tendría que alimentarse a base de caldos y purés.

Sin embargo, la mujer se mostraba serena. Además de un corazón enorme, tenía una sólida fe y se fue a dormir con la conciencia tranquila y un viso especial en su ciega mirada. El chico la arropó como nunca lo había hecho antes. Acarició su níveo pelo. La besó en la mejilla. Después, se fue a su cuarto y se acostó. Apagó la luz, pero tras más de una hora sin poder conciliar el sueño, se incorporó. Abrió la ventana y buscó en el cielo algún lucero al que poder robar sus deseos. Esa noche refulgía de un modo especial. Había tantas estrellas que no sabía por cuál decidirse.

Pero, una fresca brisa comenzó a golpear la ventana y la cerró. Y fue al salón para ver si le vencía el sueño. Entonces se fijó en el árbol de Navidad que despuntaba entre las sombras. Y se sintió atraído por el espumillón. Parecía un rosario de diamantes que abrazaba los adornos semiocultos entre sus ramas. En ese momento, el destello de una bola magenta penetró en sus pupilas. La cogió entre sus manos. De pronto, empezó a centellear y a emitir un fulgor que iluminó toda la habitación. Y al igual que si fuese un espejo, se reflejó en su superficie la habitación de su abuela y cómo su cuerpo dormido se elevaba unos centímetros sobre la cama. La ventana se entornó y vio entrar una diminuta esfera blanquecina que, tras un leve movimiento, se introducía en su boca. Después, otra, y otra más, así hasta doce veces. Y comprendió que esas insólitas luminiscencias no eran sino pedacitos de estrellas que bajaban directas del firmamento.

Atónito por completo, el muchacho dejó caer la bola al suelo y fue corriendo al dormitorio de la anciana para cerciorarse de si todo aquello había sucedido de verdad. Se acercó hasta el borde de su cama y se quedó anonadado al descubrir cómo sus labios entreabiertos dejaban adivinar algo milagroso; una deslumbrante dentadura blanca con todos los dientes alineados a la perfección.

Enloquecido por la emoción, la abrazó y la zarandeó:

─¡Abuela, despierta! Por favor, despierta.

La mujer entreabrió los párpados aturdida y, por sorpresa, reconoció la cara de su nieto. Había recobrado la visión.

La mirada de Rodrigo se fundió en los irisados ojos de Carmen, desbordado por la conmoción de aquel portentoso fenómeno:

─¡Dios mío, abuela! ¿De verdad puedes verme?

Y mientras la besaba en la cara una y otra vez,  no podía dejar de susurrarle:

─Ya no eres ciega, abuela, ya no eres ciega. Y, tus dientes son ahora tan blancos, que parecen perlas preciosas.

 

DOS MESES DESPUÉS:

Ese día Teresa llegó a casa con un papel enrollado entre sus manos en el que su nombre figuraba en el primer lugar. Lo había conseguido. Su relato La sonrisa de oro había sido el ganador. Cuando se lo entregó a su madre, las dos se fundieron en un cálido abrazo sintiendo que un suave estremecimiento se unía al compás de aquel emotivo encuentro. ¿Sería el alma de su padre? ¿Sería la mágica voz de la abuela Carmen?

Lo que si era seguro es que el don de la escritura había devuelto a Teresa la fe en el poder de las palabras. Un poder que cuando las dicta el corazón, es capaz de hacer realidad todos los sueños por inalcanzables que puedan llegar a parecer.

 

Dicen que las buenas acciones son como un eco etéreo que gira alrededor de las almas puras. Carmen se desprendió de lo más valioso que poseía para ayudar a los demás y el Universo se lo devolvió multiplicado, alumbrando con la límpida luz del alba aquel hecho extraordinario. No hay conciencia más noble que aquella que lo da todo abandonándose a sí misma por el bien de otros. Así es el amor cierto y desinteresado, la llama viva que ilumina la oscuridad de la existencia.

 

 

                                          Amparo Belmonte Meseguer

 

 

    

                 

domingo, 29 de diciembre de 2019

                                      LA ABUELA ARACELI

Todas las mañanas nada más levantarse, la pequeña Daniela se colaba en el jardín de la casa que lindaba con la suya y, sin que nadie la viese, arrancaba dos rosas blancas de un hermoso rosal para llevárselas a su abuela Araceli que desde hacía algunos meses permanecía en la cama aquejada de una terrible enfermedad. La anciana se había ido consumiendo poco a poco y ya no podía ver, ni tampoco hablar. Cada vez que la niña le acercaba las flores y se las ponía muy cerca de la nariz para que percibiese su fragancia, a  ella se le iluminaba el rostro y era lo único que conseguía sonsacarle una sonrisa. Pero, ya nada iba a ser igual. Y aquel día, el destino, sin dar tregua en el ritmo de la vida, decidió cumplir con su misión una vez más agotando los últimos segundos del tiempo que le quedaba a Araceli.
Esa misma mañana, la niña entró corriendo en la casa con las rosas que había cogido muy temprano, pero, cuando subió al dormitorio de la abuela, la puerta estaba cerrada y su madre aguardaba quieta delante de ella.
Extrañada al verla cómo si la estuviese esperando, inquieta le preguntó:
─Mamá, ¿qué ocurre? ¿por qué está cerrada la habitación de la abuela?
─Verás, cariño, tengo que decirte una cosa muy importante ─le susurró la madre con los ojos humedecidos.
Daniela intuyó que algo no iba bien, sin embargo, no quiso escucharla y le replicó con impaciencia:
─Por favor, déjame pasar, tengo que darle sus rosas de hoy.
La madre, sin saber cómo confesarle a su pequeña que Araceli había muerto esa misma madrugada, intentó retenerla para que no entrase en el cuarto. Pero, la niña sin hacerle ningún caso abrió la puerta muy decidida ajena a lo que acababa de suceder. Se acercó sigilosa a la cama, y cuando descubrió el cuerpo de la abuela completamente inerte y su rostro que parecía profundamente dormido, solo entonces comprendió. Invadida por la pena rompió a llorar y comenzó a besarla acurrucándose sobre su pecho.
La madre de Daniela que contemplaba la escena detrás de ella llena de impotencia, la agarró con fuerza para sacarla de ahí mientras el lloro de la niña resultaba cada vez más angustiado.
─Vamos, cielo, tienes que sobreponerte. La abuela estaba muy malita y ahora ya no sufrirá más ─le consolaba la madre abrazándola con ternura.
Pero la chiquilla, que era la primera vez que se enfrentaba a una realidad tan dolorosa, se escabulló de sus brazos y salió desesperada de la habitación con las rosas en la mano hasta que llegó al jardín. Y, bajo la presión de la amargura que la embargaba, las tiró al suelo y comenzó a pisotearlas con una rabia infinita.
La madre, pendiente en todo momento tras ella, al ver como rompía aquellas flores no pudo más que intentar hacerla razonar:
─Daniela, no puedes comportarte de esa manera. Esas rosas las cogiste para la abuela y a ella no le gustaría verte así... Si las destrozas, ya no podrá sentir su aroma desde el cielo.
La niña entendió que su madre tenía razón y arrepentida por lo que acababa de hacer, cogió todos los pétalos desparramados por el suelo y los trocitos de los tallos partidos. Acto seguido, hizo un agujero escarbando en la tierra del jardín mientras las lágrimas que emanaban a borbotones de sus ojos, caían al suelo mojando la hierba igual que si fuesen agua cristalina.
─¿Pero, qué estás haciendo ahora? ─le preguntó la madre extrañada.
La pequeña se giró hacia ella y le respondió con la voz entrecortada:
─Las estoy escondiendo para que ya nunca nadie pueda robarme su olor, así siempre permanecerá intacto solo para ella.
No obstante, lo que aún no sabía Daniela, era que con ese noble gesto de intentar conservar algo tan preciado como el perfume de las flores que más agradaban a su abuela, la magia de la vida había comenzado a florecer también, y todas las mañanas, cuando la niña continuó con la bella costumbre de acercarse a aquel rincón en el que había depositado aquellas últimas rosas, el llanto que derramaba en su recuerdo fue haciendo que lentamente germinase un hermoso rosal de flores blancas, el más precioso de todos los jardines de la comunidad.
Y así, al tiempo que Daniela fue creciendo a la vez que ese inmaculado racimo de rosas albas, siempre supo en el fondo de su corazón que era su abuela quién esparcía aquel penetrante incienso desde el más allá; un bálsamo especial que todo el mundo envidiaba.
Y ya nunca más lloró, pues descubrió que cada vez que se embriagase con aquellas singulares flores, un pedacito del alma de su abuela la envolvería con su esencia para protegerla.

Dicen que siempre hay algo que nos une con los seres que más amamos y que ya no están con nosotros. Puede ser un objeto, un aroma, un pensamiento, un verso, una canción..., lo maravilloso es afianzar el lazo inmortal que nos une a ellos, diferente y especial para cada persona, y que solo uno mismo es quien lo hace revivir en su memoria.

Amparo Belmonte Meseguer


domingo, 19 de mayo de 2019


Mi nuevo poemario disponible en este enlace. Versos llenos de sentimientos:
Mi madre acaricia callada
sentada sobre mi cama
mi triste rostro dormido
con suaves dedos de plata,
desde el otro lado
donde la luna calla,
donde sus manos son pétalos
de la rosa que me abraza...

https://www.plateroeditorial.es/libro/alma-de-rosas_94425/


miércoles, 15 de mayo de 2019

Poema para el taller del grupo literario El ojo crítico.

#quieroparecermeaVictorHugo

Cuando el horizonte
por fin se abre
y el cielo besa la tierra,
dos almas que se atraen
por fin se encuentran.

Y saben que su amor
es pura religión
que a su alrededor gira,
en gozo auténtico
que a Dios se entrega.

Cuando la noche
al soñar se cierra
ellos aman esa unión,
y viven loca pasión
que hace temblar su estrella.

© María Monteguer

domingo, 12 de mayo de 2019

Poema de María Monteguer DONDE QUEDAN recitado por Ildefonso Escobar

Poemas recitados por María Monteguer

Poema para el taller de El ojo crítico.

#quieroparecermeasorjuanainesdelacruz

Rosa preciosa que inunda de perfume
el dulce despertar de la alborada,
sutileza de reina inmaculada
que regala la pureza más sublime.

Noble entre las flores más hermosas
que ensalza altiva bien galana,
el rocío que besa la mañana
y oculta sus espinas recelosa.

No temas que otras te hagan sombra,
no sufras de verte abandonada,
en versos de rima enamorada
que se inclina por amor en su derrota.

Y al final morirás en tu agonía
el recuerdo de tus pétalos soñados
entre hojas del libro más preciado
como seña de una triste melodía.
© María Monteguer